Por Oscarina Martínez
En toda lucha por la transformación social, los principios no son un adorno ni una consigna para los discursos. Son la base moral y política que da sentido a cada acción. Quien asume una causa de cambio debe comprender que la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace no es una opción táctica: es un compromiso ético con la sociedad y con la historia.
Los principios revolucionarios —la defensa de la dignidad humana, el rechazo a toda forma de explotación, la integridad personal, la transparencia, la crítica y la autocrítica— no pueden interpretarse según las conveniencias del momento ni ajustarse a intereses particulares. Cuando se relativizan o se usan como moneda de cambio, se abandona el camino de la transformación y se pasa, consciente o no, a sostener aquello que se pretendía superar.
No puede hablarse de verdadera democracia cuando se tolera la corrupción, el oportunismo o el uso del poder para fines personales. La tolerancia con prácticas indebidas no expresa pluralidad; expresa claudicación ética. La verdadera participación popular solo puede florecer en un marco de honestidad, responsabilidad y compromiso real con el bienestar colectivo.
Quienes se consideran parte de un proyecto progresista no pueden mirar hacia otro lado ante la traición a los valores fundamentales. La corrupción no es solo un acto ilegal: es una agresión directa contra la esperanza del pueblo. Cada acto que violenta esos principios rompe la confianza social, debilita las fuerzas transformadoras y fortalece a quienes defienden el viejo orden.
Defender los principios no es ser inflexible; es ser coherente. Significa tener el valor de decir la verdad, aunque incomode. Significa utilizar la crítica no como arma de división, sino como herramienta de crecimiento, madurez y claridad estratégica. La disciplina no es obediencia ciega, sino lealtad consciente a un propósito superior.
La historia ha demostrado que cada concesión ética abre la puerta al retroceso. Mantener vivos los valores que sostienen un proyecto de cambio no es un acto de dogma, sino de responsabilidad histórica con quienes sueñan y luchan por un futuro más justo.
La verdadera transformación comienza en lo cotidiano: en no permitir que la mentira, la mediocridad o la corrupción se disfracen de compromiso social. Porque cuando los principios se traicionan, ya no se está del lado de la justicia, sino del poder que oprime.