Por Oscarina Martínez
Las juventudes cargamos sobre los hombros las consecuencias de un sistema que nos margina, que nos niega empleo digno, que nos expulsa de las aulas por falta de recursos, que nos criminaliza cuando protestamos y que nos condena a un futuro de incertidumbre. Frente a esta realidad, no cabe la resignación: la única salida es organizarnos.
Cuando nos organizamos dejamos de ser individuos aislados y nos convertimos en fuerza colectiva. Una sola voz puede ser silenciada, pero miles de voces unidas retumban como un grito imposible de ignorar. Ningún derecho conquistado ha sido producto de la buena voluntad de los poderosos; todo se ha ganado con lucha, con sacrificio y con la valentía de pueblos organizados.
Las juventudes no pueden conformarse con ser espectadoras de los problemas nacionales. Nos corresponde asumir un papel de vanguardia, empujar con decisión las banderas de la educación gratuita y de calidad, del trabajo digno, de la igualdad, de la soberanía y de la justicia social. Somos quienes tenemos la energía, la creatividad y la convicción para romper con la apatía y para levantar nuevas esperanzas.
Organizarnos significa construir espacios propios, donde formarnos, debatir, planear y movilizar. Significa desafiar la corrupción, la represión y la desigualdad. Significa no aceptar migajas, sino luchar por lo que nos pertenece: un país que responda a las necesidades de su gente y no a los intereses de unos pocos.
No basta con indignarnos en las redes sociales ni con lamentarnos en silencio. El poder real se conquista en las calles, en los barrios, en los centros de estudio, en los centros de trabajo, en cada rincón donde las juventudes se deciden a levantar su voz y a convertirse en protagonista.
Porque cada derecho negado es un llamado a luchar, y cada injusticia que vivimos nos recuerda que la juventud organizada es la única capaz de torcerle el brazo a quienes quieren condenarnos al silencio y la resignación.